Sáb, 09 Xan 2021, 11:00
Asunto: Re: El Correo Papalegüense (edición online)
Ayer tocaba correr, y, el que toda la península ibérica se encontrase en medio de una mini edad del hielo, no podía impedírmelo. ¡Borrascas a mí! Eu non teño frío, eu poño frío!
Así que, Filomena (a mi pesar), no iba a interponerse entre un servidor y sus libertades individuales, tan desmejoradas, tan consumidas, tan apocadas, en estos últimos tiempos de Pandemierda.
Además de que, por la mañana mismo, me habían hecho un test serológico de esos en el curro (sí, esos mismos que son como el vino de Asunción), y me habían confirmado que sigo siendo “covirdgen”, y claro, estaba con la moral por las nubes. Lo que demuestra que las mascarillas son el modo más eficaz, sin el menor asomo de duda, de pasar la prueba del pañuelo.
Salí pues por la tarde, ya metido en la noche, imposible de agilizar más mis quehaceres para evitar el desplome del mercurio, con la idea de no meterme en charcos, sean estos físicos o metafóricos. Bien abrigado y sin forzar la cadencia, que estuve yendo todas las navidades en plato grande y de buen diente.
Lo que ocurre es que, al paso de la burra, se pesca un viruje de órdago a la grande. Se te va agarrando poco a poco al pecho, y cuando te quieres dar cuenta, lo tienes tieso como si llevaras una coraza de plomo. El escenario ideal para un infartito de nada. Una fruslería. De pronto una palpitación más alta que otra, y te estalla la patata en pedacitos como aquel terminator al que bañaron en nitrógeno líquido.
Estos pensamientos tan agradables me asaltaron llegando a Oira, y como forma de ponerles remedio, me metí por detrás del estadio. Nada mejor que una buena cuesta (que no pensaba hacer) para entrar en calor.
Es una rampa tremenda, desde luego, que como además ofrece una perspectiva privilegiada de los terrenos de juego, se llena de progenitores (The papas and the mamas) vigilantes de los progresos futbolísticos de sus retoños de tierna edad.
Ayer, estar allí a pie firme, con la que estaba cayendo, era sin duda la máxima expresión de la fe del carbonero. ¿Serán recompensados por el destino con un contrato en la premier, o como mucho, un simple periodo formativo en la Masía? ¿Qui lo sá? ¿Cuántos ourensanos, que se sepa, se ganan los garbanzos en primera? ¿Uno? ¿Ninguno? ¿Algún árbitro al menos?
El caso es que toda esta estampa de amor paterno-filial-balompédico se completaba con la presencia, dentro del coche, de una señora, madre ya no, si no más bien abuela, que a duras penas peleaba por atisbar algo entre la baranda de la calle, la ventanilla cerrada a cal y canto del vehículo, y la nube de vaho que se formaba en el cristal.
Uno que ya está acostumbrado a estas escenas, muy comunes por estos pagos del extrarradio, de lunas empañadas en los asientos de atrás, no pudo evitar esbozar una sonrisa burlona. Sin duda la señora era una superviviente de algún invierno termonuclear.
Curiosamente esta cuesta, una señora cuesta, no fue todo lo buena que yo esperaba para quitarme el frío, y, al atravesar el parque de la Lonia, los vapores malignos que ascendían del río homónimo, como que se me querían colar otra vez por debajo de la ropa y quitarme la flor de la vida, así que opté por la vieja receta: Non queres caldo? Dúas cuncas.
Tiré pues hacia la cuesta de Velle, imagen especular de la de Oira, solo que por la orilla contraria del Miño, y en saliendo del parque, en el pretil que hace esquina - ¡Oh, sorpresa! - allí estaba el chalado de los gatos. El de siempre.
Sí, el mismo, pero que, esta vez, en lugar de alimentarlos con latas de whiskas de marca blanca, les abonaba su salario mínimo vital en forma de calor humano.
Sentado allí en la piedra, con los michinos en su regazo, acunados, arrullados, solo dos sentimientos eran posibles de experimentar: Ternura infinita, o una de esas carcajadas de hiena histérica, salivando ante el esqueleto putrefacto de un ñú. No sé ni como me las arreglé para no aparentar ni lo uno ni lo otro, y sencillamente pasar por allí como si tal cosa, como alguien que va a lo suyo y nada más, y que respeta la diversidad de credos, religiones y culturas.
Además, como decía el Papa Francesco desde el cielo, en sus ruedas de prensa de pasillo de avión, ¿Quién soy yo para juzgar? ¿Qué mal me causan a mí los fanatismos, desvaríos y derrapajes ajenos? Sea ese adorador, contra viento y marea, de felinos descarriados - Dios bendiga los cariños a fondo perdido - o la entrañable hooligan que, con su aliento, dibujaba un amor puro y cristalino hacia su nietecillo, en el pudoroso vidrio de un glacial utilitario.
Todos conocimos tiempos mejores, y no me refiero sólo a los meteorológicos, de modo que me incluyo en el pack de las almas en pena que, ayer por la noitiña, recorrían la estepa sparklandiana, necesitados de un mínimo de atención psiquiátrica.
Porque, vamos a ver… ¿Qué pinta un corredor tan malo como yo, una tartana del tartán, metiéndose a hacer kilómetros el día que ni los galgos apenas se atreven a poner un pie fuera de casa?
En fin. Ya puestos en mi afán de entrar en calor, lo que difícilmente se consiguió, cuesta por aquí, apretón por allá, un momento que me acerco a ver si me topo con el Yeti en las pozas de la Chavasqueira, la distancia recorrida se fue a los 10,83 kms. Un buen botín, para los tiempos que corren.
Recapitulando, el entreno de ayer me sirvió no solo para ver lo mal que está la gente de lo suyo, sino también para superar el estado de parusía y atontolinamiento en que me dejan, de siempre, las pastelosas vacaciones Navideñas.
No estoy para tirar cohetes, desde luego, pero me queda al menos el consuelo de pensar que hay algo que va todavía mucho más lento que yo, el ritmo de vacunaciones de la Covid. Con este panorama en mente, y las carreras que no salen de la UCI, va para largo lo de ir cogiendo el pico de forma.
Esta publicación no es un juguete, no se la dé a niños menores de 100 años. No la arroje al fuego, ni aún vacía de contenido. En caso de intoxicación accidental acuda a la mayor brevedad posible al servicio de urgencias psiquiátricas más cercano.