Mar, 24 Ago 2021, 12:00
Asunto: Re: El Correo Papalegüense (edición online)
Vuelvo a estar radicado en Sparkland, pero, como planta abandonada en un cuarto en penumbra, mis ramas y mis hojas se giran, se retuercen y contorsionan, reptan si es necesario, en busca de la luz, persiguiendo la que entra por las pocas rendijas a su alcance, y aun a riesgo de volcar la maceta.
Así también regreso yo todos los fines de semana al verano, a la ría, a la luz, a la vida.
Y por supuesto, a la firme disciplina de los monos aulladores, que no todo va a ser consentirle al cuerpo sus caprichos, y la vida disipada embrutece.
Pero esta vez, no sé si lo recordaréis, nos quedaba pendiente un desafío. Había que honrar la memoria de Leo, el perro de Femón, que aun vivito y coleando, era cosa de justicia, y dada su indigna situación penitenciaria, hasta lo pedía a gritos. En su caso, a ladridos.
Nos habíamos pues fijado un reto colosal, de ciclópeas proporciones, para denunciar el drama de este animal desamparado, arrojado a los márgenes de la legalidad por la omertá rural del terruño, y de paso reivindicar su condición heroica: Mandela perruno, y de ahí para arriba...
Y lo que iba a ser todo para arriba, de hecho, era nuestro mayúsculo entreno, ora aullido descerebrado, ora manifiesto concienciador.
Con arranque en Frigoatún, prácticamente donde Vilagarcía comienza a dejar de pasearse y visitarse al nivel del mar, y final en el Alto do Xiabre, dejando a un lado el Pousadoiro, la jornada se preveía francamente espectacular y al mismo tiempo terrorífica.
Por desgracia matogrosso y yo solo habíamos conseguido desembarazarnos de ciertos compromisos familiares, inexcusables, con poco menos que el tiempo justo, y encima teniendo que dar la vuelta porque se nos olvidó el móvil, con su consiguiente penalización.
Así, cuando aparcamos a las puertas de Frigoatún, la luz solar comenzaba a ser tenue, y el calor a marchitarse. Pero eso no nos arredró. Pocas oportunidades más íbamos a tener ya este verano, y no era plan de dejarlo para el siguiente, que vendrá también, quien sabe, con sus pandemias y sus confinamientos, y sus lesiones, y con un año más, eso seguro, cargado a las espaldas.
Empezamos pues sin ceremoniosidad de ningún tipo, y con fe de carboneros nos echamos a la cara las primeras rampas.
En mala hora.
No habíamos andado apenas trescientos metros que una fibra longitudinal del muslo se me agarrotó, amenazando con hacer saltar por los aires todo el juego rotuliano.
Y pensé, esto se ha ido a tomar viento, pero aguanté un puñado de zancadas más a ver si remitía.
Pero nada. Hubo que parar. Y con gran dolor de corazón comuniqué a matogrosso el contratiempo.
Me di unos masajes, hice un par de respiraciones profundas y nos encomendamos a la suerte, y oh, milagro, la molestia habría, gran misterio, desaparecido completamente.
Eso solo podía ser indicio de que nuestra misión estaba bendecida. Gozábamos pues del favor de las alturas, donde el perro de Femón es de sobra materia de intercesión necesaria y suficiente.
Y así seguimos durante kilómetros, más de los en principio imaginados, escalando metros y más metros de desnivel, comenzando, al cabo de la media hora, a tener por el rabillo del ojo la nave central, crucero, ábside y el altar mayor, de la ría entera de Arousa. Y detrás, a lo lejos, a sus hermanas del sur, con las Cíes guardando la entrada de víveres y carruajes.
Sí, un auténtico placer visual no apto para miopes incorregibles.
Era cosa de detenerse y disfrutarlo, pero no había lugar, o mejor dicho, tiempo. El sol convertido ya en una pelota roja que se iba hundiendo por el horizonte ya no extendía rayos con largueza, sino a intereses prohibitivos.
Matogrosso preguntó a un ciclista que bajaba si nos quedaba mucho para coronar. Como la mitad y los rampones, sentenció.
Y claro, con tan poca luz en garantía nos sentó como un mazazo, pero atrincherados en las muchas fuerzas que aún nos acompañaban, y clavando la mirada, todo un desperdicio, en el asfalto, nos lanzamos a por la heroica.
Los aerogeneradores hacían silbar sus aspas furiosas, y por entre el arbolado, dejaban sentir su malestar con nuestra presencia allí, su reino y su mesa redonda.
Y al fin, al torcer una curva, se nos asomó a las narices uno de aquellos gigantes alborotados. Sus temibles dimensiones remitían a la cinematografía computerizada de bajo presupuesto, con desmedida imaginación y propensión al destrozo panorámico.
Y coincidía además con el inicio fatal de los rampones, los famosos, con lo que superar a aquella mole amenzadora, en todo momento queriendo llevarse por delante a los intrusos con fenomenal manotazo, resultaba en agonía quintuplicada.
Por fortuna, y con gran esfuerzo, atrás quedó obra de ingeniería tan límpia, tan ecológica y sin embargo tan garrula.
Y al volver la vista atrás, ya no encaramada a una cima, sino apoyada en el resalto de una pendiente, su figura parecía jugar a las palas con lo poco útil que quedaba del sol, quien por no aguantarlo, corría más aun a meterse tras de donde despistársele.
Y claro, oscurecía ya sin remedio.
El solo hecho de pensar en desandar todas aquellas cuestas de noche, bajando en punto muerto, máxime los rampones, acabó de poner de rodillas toda la épica del experimento.
Y así, con gran pesar, le di una voz a matogrosso, un par de docenas de metros adelantado y con la mirilla fija en la cumbre, y firmé la rendición de los dos. En mi hoja de servicios constaría esta intentona fallida, y el descrédito, y la vergüenza de un perro al que su honra no se le habría podido, sabido, querido, restituir.
Y al volver sobre mis pasos, derrotado, cabizbajo, como cuando los montañeros del Everest renuncian a la gloria a cambio de una vida mediocre y frustrada, casi tropiezo con un escarabajo del tamaño de una rata, de colores aposemáticos, que cruzaba la calzada como por dueño que se tenía de ella.
Este endemismo, tan pagado de sí, me terminó de convencer de que aquel era otro mundo muy diferente del mío, y dónde va, que del de la tableta de mi sobrina pequeña, con sus gatitos rosas que se pintan las uñas de purpurina y ganan vidas extra monetizando frambuesas y tréboles de cuatro hojas pixelizados.
Y entonces la bajada, análoga a la de pantalones, debía efectuarse sin más demora, con harto pesar e incluso riesgo para nuestras integridades físicas, mermada la visibilidad y nuestras fuerzas, y los coches lanzándose por aquellas pendientes endiabladas a la buena de dios.
Ocho kilómetros y pico de subida, que nos emplearon casi una hora, obligaban ahora a una distancia similar en la mitad de tiempo, si queríamos llegar a puerto sobre el horario previsto. Todo se había planteado, a todas luces, pecando de un optimismo derrochador y manirroto.
Pero piano, piano, matogrosso y el menda, fuimos descontando las cuestas, sin prisa, es un decir, pero sin pausa. Bueno, salvo por unos cordones que se desataron, ellos también, con tanto estirar la zancada y de lo mucho zapateado en clave flamenca.
Ya entrábamos a Vilagarcia, y para ser noche cerrada, faltaba nada, lo más un par de semáforos que se abrieran.
Y caíamos por las cuestas demenciales del principio con las piernas, y la moral, hechas puré, sin temor de Dios, ni de su versión SUV, solo deseando tener ya a la vista el cartelón de Frigoatún.
Hicieron pues falta 16.44 kms y 1 hora y 45 minutos de faena para nada sacar en limpio.
Y nada tampoco que ver el como miraba yo a mi coche a lo lejos, aparcado en la penumbra, y la mirada que me devolvía él, abandonado todo ese rato a su suerte, en medio de donde San Pedro dio las tres voces, para vernos regresar con las manos vacías.
Poníamos además patas arriba todos los toques de queda familiares, la tranquilidad de nuestros mayores y, para no variar, la confianza de los mercados.
De deportistas pasamos a talibanes, y nos cayó un buen chaparrón de reprimendas, primero telefónicas y luego presenciales. Teniendo que aguantar la moción de censura medio deshidratados, con la osamenta desvencijada, la caldera sin fuelle, y la moral de las tropas por los suelos.
Pero esto no acabará así. ¡Volveremos!
Y mientras un ladrido del perro de Femón resuene en esta tierra inmisericorde, seguiremos, con las espadas en alto, consagrados a lavar su honor y defender su memoria.
A llevar su buen nombre a lo más alto, y a que su perra existencia, paupérrima, encadenada a un ruinoso galpón, enferma de puro hacinamiento, no sea sino el camino más recto y diáfano hacia los cielos y su gloria eterna.
Empeño mi palabra a que así sea, y a que mi alma no halle descanso en esta piel, mientras ese chucho no esté en el lugar que le corresponde, por encima de cuanto nos sea posible e incluso más allá. Allí donde el viento azota las corvas maltratadas del mundo, y barre sin inmutarse el polvo de lo que somos, y en el que nos convertiremos sin duda, llegada la hora, mi querido Leo.
Esta publicación no es un juguete, no se la dé a niños menores de 100 años. No la arroje al fuego, ni aún vacía de contenido. En caso de intoxicación accidental acuda a la mayor brevedad posible al servicio de urgencias psiquiátricas más cercano.