Dom, 26 Mar 2023, 18:16
Asunto: Re: El Correo Papalegüense (edición online)
Quizás haya dejado de escribir aquí porque entiendo que ya no son mis tiempos (mozos), que en una carrera u otra el fardo de lesiones mal curadas que cargo a cuestas, se desmadejará definitivamente, y mi presencia en las mismas, antaño profusa, quedará reducida a la nada más absoluta.
Quiero retirarme a mis cuarteles de invierno sin hacer ruido, sin polvaredas, sin una palabra más alta que otra, que, en este caso, de la lengua escrita, implicaría el tan denostado uso de las mayúsculas, y máxime para cuestión tan minúscula.
Pero la gente de este foro no me deja. No quieren deserciones entre la tropa de regulares, y prefieren que siga relatando mi mundanal epopeya por fascículos en este arte del correr en el que no paso de vulgar soldadito de plomo. Y tampoco quiere despedidas la primavera. Ah, la primavera… El anhelado deshielo… Palabras mayores.
En la 15K Nocturna de Sparkland, celebrada por la tarde, los fríos del perihelio ya no comparecieron. Tampoco se puede decir que hubiera excesiva gente, y es que, una prueba que se celebra por las rutas que todo el mundo de por aquí usa para entrenar, tiene escaso tirón, y menos aún si te lo meten en el bolsillo.
Así que no hubo demasiadas oportunidades para saludar a parroquianos conocidos, y sí, sin embargo, ocasión para reconocer caras provenientes de otras latitudes, una de ellas Meigalicix.
Disfrutan los foráneos con esta carrera como niños con zapatos nuevos. Y es que todo el circuito de senderos y pasarelas alrededor del Miño, para el visitante desacostumbrado, es un auténtico regalo visual. Tal vez eso explique el éxito de nuestra amiga, no hay mejor motivación que lo que entra por los ojos, y el que llegara a afirmar, sin rubor de ningún tipo, encontrarse satisfecha con su renuncia al San Martiño en favor de esta competición. ¡Herejía!
Para mi en cambio, era únicamente una prueba más, esta vez de gran calado, por lo abultado del kilometraje, en la que someter a experimentación el estado calamitoso de mi aparato locomotor.
¿Sería capaz de terminar? ¿Me quedaría tirado en algún punto concreto del recorrido termal, bañado en sudores fríos? ¿Acabarían mis deseos de restablecimiento y mejora en las pozas, como aquel gozo al que el refranero tan fatal destino profetizara?
Por lo pronto la cosa ya empezó mal. Un cordón desatado sin haber todavía abandonado el puente viejo, donde se hallaba la salida, me llevó de los últimos lugares del pelotón, a los ultimísimos; de cabeza de ratón, a coliforme bacteria fecal.
En fin, borrón y cuenta nueva. Recuperar todo lo perdido iba a ser mi leit motiv (no confundir con Leif Garret) de carrera, y al menos podría jactarme de haber ido de más a menos, entre otras razones porque no me quedaban más narices. Lo contrario habría resultado en un entrenamiento, vulgar y corriente, con público, lo cual es ya mucho decir pues ni se sabe si aguantarían hasta mi paso. Aunque la realidad es que el público era más bien poco, gente del gremio y familiares, espolvoreados estratégicamente, y había mucho más de viandantes y gente anónima que toma al asalto la ruta del colesterol, y a quienes no les importa demasiado estorbar a unos cuantos jíbaros que van con la lengua fuera estresando a todo buen cristiano.
Pasada la zona del pabellón, donde terminan los tibios aplausos, y donde las fuerzas de las que se tiene libre disposición se agotan, arranca el órdago al pundonor.
Es entonces cuando mi cadera izquierda y mi gemelo derecho comienzan con su particular partido de tenis. Si cargo el peso de un lado, el otro, protesta, y si ajusto hacia el medio, se me quedan las pelotas en la red.
Como diría un replicante lacrimógeno, empapado hasta las cejas y con una paloma en la mano, es toda una experiencia vivir con miedo. A la lesión, añado yo.
Llegando al finis terrae de Outariz, en la rampa que da acceso a la pasarela, intercambio algunas frases con un correlega, aparentemente de mayor edad que yo, pero de físico cincelado, tal cual si hubiéramos coincidido en el interior de un ascensor.
Hace rato que hemos sincronizado nuestras zancadas, y entiendo que veladamente me reta a singular batalla. Me ha visto flojear, sin duda, y sé perfectamente que estoy perdido, pero acepto el envite, en la esperanza de poder aguantarle el paso al menos hasta el fin de la pista roja; este tramo, muy difícil de sobrellevar en solitario.
Es gracias al empuje que me brinda esta nueva oportunidad que soy capaz de dar caza a unas cuantas unidades más, antes de que la competición se convierta en una sopa fría, y el resto de participantes solamente puedan observarse en el corrimiento al rojo de galaxias en expansión, próximas a abandonar los límites del universo visible.
Sin embargo, y pese a mis esfuerzos y precauciones, por el medio de la pista roja ya solo soy una triste oveja descarriada que escapa de un lobo impreciso.
Todos los pilotos de avería de mi panel de mandos parpadean enloquecidos, pero ya no se puede parar. Estamos demasiado cerca de morir en la orilla, y el río es muy traicionero. Ya nos habíamos olvidado de lo que representa llevar al cuerpo exigido más allá de lo humanamente soportable, en este mi estreno en competición oficial, y caballera, en lo que va de año. Algo inaudito.
Felizmente, las cuadernas de la nave, pese a los ensordecedores crujidos y retemblores, aguantan el oleaje y se avizora buen puerto. Al otro lado de las aguas, el centro comercial Ponte Vella, con todas sus luces encendidas, festejos y cuchipandas, recuerda al Titanic en el brete de hundirse, y como quien no quiere la cosa, aprovecho los últimos metros de angustia por la pasarela y las rampas finales, para recoger y dar buena cuenta de algunos pocos naúfragos, para los que ya no hay sitio en los botes salvavidas.
Llego a la meta exangüe, sin esprintarle la última baldosa a un velocista de último suspiro que me sorprende por la siniestra. Es suficiente castigo. Bastante he hecho ya con aguantarle la cara a 15 largos kilómetros, que si yo fuera Ramón Tamames, no dudaría en calificar de “tocho”, a falta de una palabra mejor.
Afortunadamente he llegado con bien, sin daños estructurales severos, apuntaladas las grietas y contramuros, aunque ha habido muchos a los que les ha ido mejor. Matogrosso me ha sacado un porrón de minutos, confirmando su buen momento, y a Meigalicix le han dado un premio.
Es curioso porque ni la galardonada se llegó a enterar de ello hasta bien pasada la ceremonia de entrega, ya casi de clausura. No, desde luego, la filosofía de vida de la señora Minducha no le dedicó muchas cavilaciones al apartado de recogida de premios y distinciones. ¡Qué bobada el éxito!, cuando de lo que se trata es de resistir ahora y siempre al invasor.
Y así, nuestra estimada correlega tuvo que venirse a reclamar por ventanilla con la subcontrata levantando el tenderete. Vamos, que casi que la fueron a sacar de la ducha con la feliz noticia, e ir para allá como que si te toca acompañar a un familiar a urgencias.
Ay, si me quitan a mi la ducha del final de una carrera, ese momento de relax y ulterior contrición espiritual, de lamerse las heridas bajo el caño purificador del agua caliente, con la que Putin nos chantajea y ensucia la conciencia… Como diría Belén Esteban, mato.
Pero un pódium es un pódium, y un trofeo de atletismo luce mucho encima de la repisa del dormitorio, aún al lado del pío recuerdo de la primera comunión.
Nunca es tarde si la dicha es buena. Y nada hay más cinematográfico que un buen final feliz. No hay más que ver el caso del recientemente oscarizado Ke Huy Quan, Tapón para los amigos, al que, ¡quién se lo iba a decir después de tantos años de obliteración!... Que seguramente para sus adentros, y después de todo, no dudaría en exclamar… ¡Mucho divertido!
Ese fistro de ducha...
Esta publicación no es un juguete, no se la dé a niños menores de 100 años. No la arroje al fuego, ni aún vacía de contenido. En caso de intoxicación accidental acuda a la mayor brevedad posible al servicio de urgencias psiquiátricas más cercano.